La línea de flotación de la luz, un simple reflejo en un cristal, es suficiente para desatar un vórtice de sensaciones, un abismo manido, borroso, más aún, borrado y desteñido, en el que el color pierde toda su importancia, su pureza, para llevarnos a una luna menguante, menstruante, chorreante de calidez cromática que, aunque parezca mentira en nuestras formas habituales, no nos revela nada.
En cambio, la oscuridad, este negro, que no es negro sino azul sin luz (ya decía el poeta: «Todo era azul»), se rebela (rebela) cegador, innovador, un pelín lisérgico, un bastante atroz. Se nos figura grave en su simpática simplicidad, puzzle esquizofrénico y callejero, traidor en lo que a elogios se refiere. Te apuñalará por la espalda como si César fueras.
Pero si de espaldas caminas —que no hacia atrás—, es muy probable que el amor descreído acuda en tu auxilio, y corras mejor suerte. O no. O al menos por un tiempo. Un tiempo que se está agotando.
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